
Como introvertida, desde pequeña valoré y disfruté poder conocerme. Sentí que lo hacía bien, que era inteligente y que mis pensamientos eran profundos. Tanto, que dudaba que las demás personas pudieran entenderme, así que me acostumbré a guardarlo todo para mí. Me convencí de que eso era lo mejor y me propuse no necesitar a nadie. Los demás solo verían mi imagen feliz y sin problemas.
Eso, que en el momento parecía ser una decisión muy pensada basada en mi personalidad reservada, resultó ser más que eso. Alejarme del resto era mi manera de protegerme de ser rechazada. Era menos doloroso pensar que no necesitaba a nadie que buscar aceptación y no encontrarla.
Supe esconderme tan bien del resto, que con el tiempo también me escondí de mí misma. Pensé que la máscara que llevaba puesta era mi propio rostro. Pero aunque decía que estaba bien, mi cuerpo decía lo contrario. Las emociones no desaparecen por reprimirlas, más bien se acumulan y buscan salir de alguna manera. No me explicaba el agotamiento, los latidos fuertes, el nerviosismo, etc. ¿Qué estaba fallando si supuestamente me conocía tan bien a mí misma?
En mi camino de introspección, un paso fundamental ha sido dejar de identificarme con mi máscara. Yo no soy mi máscara, lo que en realidad soy está detrás de lo que intento demostrar ser. Cada vez puedo verme más directamente y aceptar lo que veo. Puedo aceptar todo mi rango de emociones y no solo la alegría.
No le hago un favor a mis cercanos por mostrarme «fuerte» y alegre todo el tiempo. Por el contrario, si nunca me quito la máscara, me alejo de ellos porque les hago creer una fantasía. Aceptar mi humanidad me pone los pies sobre la tierra, donde también está el resto, y una de las cosas más bonitas del camino, es encontrar otra gente vulnerable con quienes caminar.